Por Oswaldo Díaz Chávez, periodista y miembro de la CVX Arrupe de Lima.
¿Cuánto y cómo un hombre del siglo XVI puede inspirar a las personas de hoy en temas de liderazgo, de conocimiento de sí mismo, en métodos de contemplación y en lucidez para analizar el mundo sin dejar de lado la vida cotidiana?
La historia y misión de Ignacio de Loyola (1491-1556) anima a experimentar el estilo de vida cristiano. Su momento histórico fue similar al actual. Una época de grandes cambios e inestabilidades, guerras por conquistas de territorios, corrupción política, expansión económica de las grandes potencias, descubrimientos y avances tecnológicos, rápida propagación de las ideas, una Iglesia en crisis y enfermedades que obligaron a extensas cuarentenas y a cierres de fronteras.
Ante el entorno que le tocó vivir fue un hombre de su tiempo, hasta lo han denominado un “santo mundano” pues a la vez que pensaba en lo alto, en lo más importante y en lo sublime tenía la mirada puesta en la Tierra. Entonces, después de mucho discernimiento entendió que se puede trabajar para construir el Reino de Dios en el propio aquí y ahora personal sin necesidad de huir del mundo.
Encontró a Dios en todas las cosas y en los demás seres humanos, por eso es un referente para enseñar el camino de seguimiento a Jesús en el servicio a los pobres, marginados, migrantes, refugiados, los descartados y crucificados por la sociedad. Nos muestra que debemos estar atentos ante los requerimientos de los demás y no tener una actitud pasiva frente a nuestra propia realidad. Esta experiencia vital requiere de la capacidad de discernimiento, proceso humano por el cual se puede dar respuesta al desafío de vivir de manera auténtica y plena para convertir las convicciones interiores en decisiones de vida, buscando encontrar la voz del Espíritu en detalles concretos.
El Papa Francisco señaló sobre Ignacio: “a lo largo de su vida puso a Cristo en el centro y lo hizo a través del discernimiento, que no consiste en acertar siempre desde el principio, sino en navegar, en tener una brújula para poder emprender el camino que tiene muchas curvas y vueltas, pero dejarse guiar siempre por el Espíritu Santo que nos va conduciendo al encuentro con el Señor”.
La espiritualidad ignaciana permite a los seres humanos ser fuertes en la debilidad. Hace comprender que algunas veces existen límites, que se puede cambiar de proyectos, que no es un fracaso reinventarse. El santo de Loyola no se dejó vencer por las dificultades. A pesar de intentar ser un caballero y servir en la Corte, ante la bala de cañón que le destrozó la pierna izquierda y sus planes continuó con su espíritu de búsqueda.
Al mismo tiempo, fue dándose cuenta, con la ayuda de personas más experimentadas y piadosas, de la importancia de ser apasionado en el seguimiento a Cristo para trabajar por la justicia. Así, dio trascendental relevancia al acompañamiento espiritual y al ser contemplativos en la acción. Entendió también que para tener el control de la propia vida y conocerse a sí mismo es indispensable ser reflexivo, disponer de espacios de silencio, de introspección, de oración para estar abiertos a la trascendencia y a la vez “sentir la necesidad de trabajar por la justicia con una opción preferencial por los pobres”.
El pasado 12 de marzo la Iglesia celebró 400 años del proceso de canonización del santo que inspira, con su vida y carisma, a “ver nuevas todas las cosas en Cristo” a partir del ejercicio de nuestra libertad, aquella indiferencia de dejar lo que no ayuda a amar a Dios y a los demás, con la voluntad de no apegarnos a las cosas materiales y con la convicción de hacerlo presente en todos los ambientes donde nos desenvolvemos.
El modo de actuar y sentir ignaciano se basa en la experiencia de los ejercicios espirituales, una particular experiencia de oración, unido al magis que busca siempre el mayor servicio y el mejor bien, así como al liderazgo considerado como la influencia en los demás a partir del ejemplo, ideas y enseñanza.