17 octubre, 2011

Lazos amplios para la misión

Foto: CVX Chiclayo
Una de las cosas a que nos abre una asamblea nacional, como la que tendremos en CVX en noviembre, es que sintamos la experiencia de ser parte de una comunidad mayor, más amplia respecto al pequeño grupo de personas que nos recibe periódicamente en reunión y de la que sentimos formar parte de manera cotidiana. Pero no sólo nos abre a un sentido de pertenencia nacional sino que toda comunidad pequeña nos vincula también a la comunidad mundial, experiencia universal que se construye desde lo que somos y hacemos cada uno como compromiso en CVX u otra experiencia comunitaria.
Una asamblea supone un tiempo significativo para revisar, enriquecer y ampliar muchas cosas en nuestra experiencia. Una de ellas esta en la responsabilidad que tenemos por desarrollar los lazos comunitarios, los cuales no terminan en cada comunidad particular ni sólo se extiende a la comunidad de Vida Cristiana nacional o mundial, sino que debe tomar también en cuenta, “a las comunidades eclesiales (parroquias, diócesis) de las que formamos parte, a toda la Iglesia y a tosas las personas de buena voluntad.” (P.G. 5) Buen punto para preguntarnos sobre cómo miramos más allá de nuestro “propio carisma” y a lo “distinto”.

Todos esos elementos, así como el contexto y realidad en la que nos movemos, son importantes de tomar en cuenta para situar nuevamente el sentido de misión que nos queremos dar como experiencia comunitaria y como proceso de crecimiento. En ese sentido, si sabemos procesar el sentido orante / discerniente de la comunidad, en vínculo adecuado a la misión de Jesús, nos debiera dar como resultado experiencias comunitarias excéntricas y no autocentradas en sí mismas; capaces de dar frutos y no “higueras secas” o exenta de ellos.

Por tanto, el sentido de misión que estamos llamados a construir y los frutos que ello abarca debieran situarse, al menos, en tres dimensiones, vinculados, incluyentes e integrados entre sí: (1) El espacio de encuentro comunitario que exista (normalmente a modo de reunión periódica); (2) la integración fe y vida de cada uno de sus miembros, estableciendo coherencia y testimonio en cada uno de los ámbitos en que éstos se desenvuelven; (3) la acción apostólica propiamente dicha a la que se da lugar, con sentido de envío comunitario (no cualquiera), la misma que puede tener formas de concreción individual o comunitaria.

Aunque parezca secundario, el espacio de la reunión comunitaria es vital para que el sentido de misión comunitaria y ella misma tenga sentido. ¿Cómo se hace comunidad si sus integrantes nunca se reúnen? En el caso de comunidades religiosas la cosa de hecho es de otro modo porque esta de por medio la convivencia bajo un mismo techo (normalmente) de sus integrantes y la proximidad geográfica.

En el caso de comunidades laicas, sólo nos encontramos periódicamente (semanal, quincenal y, algunos, en forma mensual), lo cual limita las posibilidades de compartir y de generar identidades cercanas como grupo. Es cierto que compartir una misma espiritualidad, desde la experiencia de los ejercicios espirituales y la vida de oración que nos demos; o compartir un creciente y común estilo de vida, nos da lazos comunes. Pero tienen que ser alimentados desde procesos de formación y experiencias de intercambio y vida que nos acercan y nos van configurando.

De allí el gran valor de las reuniones y los espacios de encuentro entre integrantes de una misma comunidad pequeña y la necesidad de alimentarla y de hacernos parte activa de ella. De situarla como parte o dimensión de lo que concebimos y construimos como misión, porque nos da la posibilidad de revisar nuestra vida, de orar juntos lo que hacemos y de ayudarnos a visibilizar la presencia del Padre en la vida de cada uno y de la comunidad como conjunto. Visibilizar como transparentamos una vida de amor y servicio a los demás y no tanto las “actividades“ que hacemos (más o menos, grandes o pequeñas, etc.).

La integración de nuestra fe y vida sería la lógica consecuencia de lo anterior. Pero sabemos que no es suficiente y caemos en constantes incoherencias y apegos; somos presa fácil de nuestras envidias, apetitos diversos y deseos de poder (por más escondidos que se sitúen éstos). Especialmente porque lo principal de la vida de un laico se va a “jugar” en el trabajo y en la familia, lugares donde normalmente se va a pasar la mayor parte del tiempo de cada día.

Por tanto, cómo aprendemos ha hacer de nuestro desempeño profesional (sea el puesto que nos corresponda y condición social, sin justificar su justeza) y de nuestra condición de miembro de una familia (en calidad de hijo/a, hermano/a, padre/madre u otra condición). ¿Cómo somos testimonio de vida desde cada uno de esos espacios así como de otros tantos que pueden ser vitales? ¿Cómo nos hacemos mejores ciudadanos y ayudamos a construir ciudadanía, revolucionando todo lo que haya que revolucionar? Fe y vida es en ese sentido, la manera que asumimos nuestro seguimiento fiel de Jesús en todas y con todas sus consecuencias. Abarcando la vida toda e integrando la vida toda.

La misión también se traduce en una acción concreta, la cual, en todo proceso comunitario, debe constituirse desde el DEAE (discernimiento – envío – acompañamiento – evaluación), ya sea a modo de apostolado individual o grupal. Lo recomendable es que se tienda a un apostolado comunitario desde cada Núcleo CVX, tal como se ha venido generando como experiencia en el PAN (Proyecto Apostólico de Núcleo). Integrando todo lo posible al conjunto de sus miembros y cuidando el riesgo de caer en el sólo activismo o experiencias muy dispersas.

Espacio comunitario, integración fe y vida y actividad apostólica concreta en que nos involucramos construyen el sentido de misión que queremos darnos en la vida, cuya cuestión fundamental se resume ignacianamente “en todo amar y servir” y con Jesús “por sus frutos los conocerán”.


Guillermo Valera Moreno

9 de octubre de 2011
Publicado en blog Horizontes

No hay comentarios:

Publicar un comentario